Alberto Aguilar.
Maestro es aquel que logra depositar lo mejor de sí en el alma despeinada del discípulo.
De maestros ejemplares, excelsos, eximios y simiescos he conocido algunos casos, reales, palpables, de cara a mí y de jeta y malas maneras ante las maneras tradicionales de enseñanza.
Hubo uno que no bien terminaba de entrar por primera vez al aula, de inaugurar formalmente su primera clase, y ya vociferaba colérico que este país en el rubro de la educación era la estupidez y la mediocridad como formas de ser nacionales.
Su enojo reciente: no haber encontrado en la biblioteca de la escuela ningún libro de poesía al alcance de la mano. “Jóvenes, no pueden vivir tan solos en este Valle de Lágrimas. Poesía es lo que necesita nuestra pobre y cariada boca, versos versos y más versos para dulcificar el alma, para enamorarla en el centro mismo de la persona amada”.
Sin ningún reparo los alumnos se reían del maestro: ellos remaban en un Instituto Tecnológico y no eran necesarios versos ni rimas, mucho menos colocarle tono y matiz a las palabras; jamás vivirían lo del joven aquel que siente el sobresalto de la mujer que protege en sus brazos (minutos después del griterío orgiástico, ulterior a las caricias que adormecen los instintos bestiales de la carne y dejan escurrir, lentas, las gotas del sudor y esquivan el pleito ese, callado, de si fue amor o puro sexo) y se alarma, claro, al recibir de ella un aullido, producto de un mal sueño de pesada pesadilla. Tras de lo cual, él le suaviza la existencia al derramarle miel al oído: “Calma, amor mío: pronto llegará el alba”.
La memoria coloca frente a mí a otro maestro ilustre, ese que aborrecía el ocio y mejor reunía las monedas de su tiempo para reinventar sus clases y practicar, frente al espejo, los rictus afirmativos y dubitativos que quedarían imborrables en la reminiscencia atenta de sus discípulos. “Esencialmente, a contracorriente, el maestro de veras es y será un vendedor de asombro”, decía agrandando la mirada y haciendo con sus manos un espacio asombrado en el que cabía una bola de cristal imaginaria.
La maestría y el maestrazgo deslumbraban enteramente en ese maestro que no compartía ideas sino obsesiones.
Se vestía, se disfrazaba acorde a la época que tenía que abordar y bordar según el temario y según, ya dije, sus inmediatas obsesiones. Así, la historia universal pasaba muy de cerca, viva viva ante nuestro exaltado asombro. Escuchábamos a Cristóbal Colón en el confesionario; vivíamos la miseria de Mozart, la monetaria claro, y éramos testigos de cómo al escribir frenéticamente su música Dios se encelaba un poco y lo dejaba ser, lo dejaba ser; reíamos con la mujer esa que llegó a ser Papa y consolábamos en silencio a un tal José, el carpintero que tuvo por compañera a María y a un niño que creció en la edad y el poder y la sabiduría y los sonidos del martillo y las maderas no le revelaron nunca a José el por qué le tocó una familia tan disfuncional.
Un último recuerdo. Hermoso como pocos. No bien arribaba el maestro al aula, y allá a lo lejos, simulando codazos, esquivando colmenas ficticias, vociferaba con voz de contenido llanto: “¡Abrid paso al mendigo! ¡Abrid paso al mendigo!” Qué le sucede a este profe, pensábamos todos. Afirmo que él esparcía a propósito esta interrogación. Respiraba profundo, exagerado, histriónico, mirando a todos lados; al lograr un gramo menos de alteración, asumía su culpa y decía a todos: “Queridos alumnos, cuánto me apena… no preparé clase. Vamos a llorar juntos esta afirmación por donde se le vea irresponsable”.
A cambio de su público acto de contricción, elaboraba artesanalmente las luminosas, necesarias, vitales preguntas de la vida. Era un hombre hecho jirones, era nadie, era nada en su sentidísima humildad. Pero cada pregunta expuesta al aire nos adentraba en un dédalo de espejos fascinante, profundo, imborrable.
Lo dicho: Maestro es aquel que logra depositar lo mejor de sí en el alma despeinada del discípulo.