Alberto Aguilar
24/11/2017
El Papa Francisco está enojado. Irritado anda de sí mismo y de lo que, por donde se le vea, no cambia ni cambiará de su Iglesia y de la costrosa grey.
En su corazón están los religiosos, en sus manos un rosario. En su estómago el eco reclamo de África y sus hambrunas insoportables. Claro, también llegan a su vientre dosis de intermitente vino siciliano.
Su vestimenta pulcra refleja simbólicamente la contraposición de la negrura que apesta en las fauces del poder y la ambición de sus hermanos clericales.
El Papa argentino insiste en que sus hermanos sacerdotes vayan de verdad al encuentro del pueblo. El sacerdote es el Cristo, no el posmoderno, el pantagruélico, el licencioso, el mitotero, el financiero, el publicista, el bruto sordo de su propia voz: tono temible de su recurrente consciencia.
Papa Francisco busca que sus hermanos en Cristo circulen en “la periferia de la città”: de la periferia al centro, al centro que siempre importa: el corazón del hombre.
El Papa está enojado. Lo está por habitar en una Ciudad Vaticana colmada de monstruosidades y de altísimos anhelos que, a diario, los viene a cagar una paloma blanca, no la del Espíritu Santo, no, otra, pasajera pero necia en volver a depositar las heces donde está a punto de ver la luz el amor al prójimo.
El Papa está enojado. Sí saluda de mano y de mirada y de fraternidad sinceras, pero está molesto por el abuso que jerarcas de la Iglesia y feligreses viven a diario al manosear a cada rato el celular en vez de recorrer con las yemas de los dedos el santísimo rosario. Vale más el tentoneo renovado sobre el propio cuerpo que un celular que destella luz y no precisamente divina.
¡La celebración eucarística es el centro y culmen de la fe!, grita para sí y para todos el Papa Francisco; que no vengan a joder al convertir lo sagrado –acaso lo único sagrado que tiene la Iglesia- en un vulgar espectáculo recargado de impulsos turísticos y selfies vanas.
El Papa Francisco está enojado, también está viejo y se irrita fácil, pero no hace falta la vejez para enfurecerse por la trivialidad que suma un aparato celular puesto en funciones de intensa insignificancia.
Papá, el Papa está enojado, alcanzó a decir un niño tlaxcalteca (no Cristóbal, ni Antonio ni Juan, santos ahora) en la Plaza de San Pedro. Y le dio miedo.