Con aire o sin él (Primera de dos partes)

Con aire o sin él

(Primera de dos partes)

 

Despacio en curva

 

Alberto Aguilar.

 

Para los alfabetos, analfabetos funcionales e iletrados —es decir, para todos—, sólo hay un oficio envidiable: el oficio de poeta.

Él es príncipe de la flor y el canto. Consigue encarnar otro modo de ser humano y libre. Sólo él logra ese no sé qué que queda balbuciendo.

Es verdad que los poetas salen casi debajo de las piedras. Y aunque su éxito es lo mismo que un matador de toros en Nueva York, se aferran a su herramienta primordial, la imagen, a la experiencia vital, la vida, al fracaso de ser la voz del mundo, su escritura.

Si en el lenguaje hay metáfora y metonimia se podrá analizar al inconsciente. ¿Será posible también analizar al poeta? Por supuesto.

Pero las masas no andan para comprensiones y pactos con el analizante. En su hilo incongruente y acre, es reiterativo el paso de la absoluta veneración, al hacedor de versos, al desprecio más íntimo por el natural egoísmo de no llegar a ser él por entero.

La idea de que si el verso, para que lo sea, debe ser rimado, es lo mismo que sucede con el afianzado canon alcohólico: “No menos de tres ni más de treinta y tres”. Dogma inquebrantable. En el afán de darnos brillo poético, andamos más atentos de que nos salga un “verso sin esfuerzo”, a la encarnación de la palabra y la revelación del misterio.

No conozco manera más tajante que el reto verbal, popular, alburero, que impone un imposible: “Tú que eres poeta / y en el aire las compones, / hazme una chaqueta / sin bajarme los pantalones”.

Sin viento, interpreto lo anterior de manera veloz:

Para el vulgo, la valía del poeta —si en verdad lo es de altas y profundas letras—, reside en su capacidad de digerir cualquier aguda imagen verbalizada, en específico con estos elementos semánticos (poeta, aire, chaqueta, pantalones), y cumplir con varios aspectos demostrables: Reírse por la malignidad ingeniosa; valorar la habilidad en hacer rimable el desafío; verificar si el aire es propicio para hacer una composición homoerótica; lograr de manera verbal, jamás física, que el solicitante sienta vibrar su miembro, muchas veces muchas, al grado de tener la honrosa sensación de la masturbación perpetua; y, no está de menos, que el desafiante evite la fatiga de despantalonarse.

Estamos hablando de un poder retórico-poético-erótico que haga venir al retador, y, además, con cierto aire disimulado. Vaya provocación.

Ya estoy viendo al apremiante, relajándose, con las manos anudadas sobre su nuca, sentado sobre sus haraganas nalgas, pasivo en la artesanía del placer, esperando la seducción del verbo para que su elástico deseo desemboque en una dura erección, que le haga escupir los sementedios de su apático interés hacia el Ars poetica.

El festín del lenguaje popular es multicolor, retador, divertido. Sumado a que la interpretación sexual del albur es un plus de sentido. Sí. Esto se entiende. Ahora, tratemos de descifrar por qué nace esta forma de agresión jocosa que acusa un triunfo sexual, que abona la chanza, que fastidia al poeta.

“Tú que eres poeta / y en el aire las compones”. Lo que noto, entre las risas provocadas por tal versificación en la cara del poeta, es una forma de desquite disfrazado de reto: Yo soy torpe con las palabras, tú no; tú eres atildado, engreído, sufriente y letrado; yo, relajado, sencillo, ignaro, lloroso. Pero te respeto porque lo que nos une es el tema del amor, el diálogo con todo aquello que nos haga sentir.

Acaso el poeta bien enterado resuelva de qué se libera el verso libre, lo que no concibe es por qué le escupen, tuteándolo, al forzarlo a comprobar si de veras es tan gallito, tan perro de correa gruesa, tan corazón de poeta; si de verdad es tan hábil entonces que lo demuestre con ingenio demoledor como Lope de Vega, o igual de creativo en la pluma de Quevedo y de Góngora y Argote, españoles todos con un elevado oficio de poeta, en permanente aspiración de competencia y mente resuelta para versificar con aire o sin él.

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