El loco aquel

El loco aquel

 

Despacio en curva

 

Alberto Aguilar.

 

Atreverse a vivir en sentido contrario va más allá de la privación de la razón o del juicio.

Poquito a poco, vamos despojándonos de esa autenticidad que nos viene de la infancia: Enunciaciones atrevidas y dispares; invención de palabras; muecas graciosas; acciones audaces; rienda suelta a la imaginación; incipientes descubrimientos y negación de las normas sociales; estiramiento de los brazos de la libertad naciente…: formas todas de una plenitud que empieza a conocer la incomprensión del mundo, la encarnación de comportamientos que algo tienen de neurosis, de llamativos disparates que tienen el descalificativo de incoherentes.

Pasando el tiempo, la exaltación del ánimo se va condicionando, las demostraciones de abierto amor y sincero egoísmo pasan por el filtro de lo permisible para poder vivir, en adelante, con la aceptación social tan necesaria en las relaciones interpersonales.

Eso que llaman conducta social normada cuyo objetivo es mantener el orden, es, a la postre, lo mismo que el trabajo del tintorero sobre una prenda. Sí, es cierto que esta persona hace un tratamiento que permite teñir, planchar o limpiar en seco mediante procedimientos los tejidos y prendas de vestir. Sin embargo, en esa pretensión de eliminar u ocultar lo que da aviso de manchas y arrugas y desaliño, le quita a la vez su esencia primigenia: en adelante la prenda disimula o presume eso que en definitiva ya no es. Queda cada vez más lo aparente para ser admisible por el ojo humano.

Fue Carlos Monsiváis quien pudo condensar ese faltante que las normas sociales nos arrebataron por entero: “He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la falta de locura”.

Ya sea locura de amor, locura emotiva, locura depresiva, locura diatésica, locura hereditaria, locura peiagrosa, locura progresiva, locura regresiva, locura senil, locura religiosa, locura vanidosa, locura de poder, sea la que fuere llegan a resultar atractivas en la suma de sus lances al confrontarlo con nuestra vida lineal, ortodoxa, incolora, insabora, sin objeciones, sin riesgos o cuestionamientos, ajena de epifanías que den euforia a la existencia.

Hay espíritus libres que pronto se asquean de tener razón, de hacer lo que estrictamente conduce al éxito, de la eficaz fórmula ñoña de ser feliz, de métodos que castran la posibilidad de experimentar otra cosa.

La búsqueda de ser siempre el mismo y siempre diferente nos lleva a fantasías que se antojan como propias. Memorable es el personaje tierno y quebradizo que Miguel de Cervantes Saavedra crea en El licenciado vidriera: “Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esa imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba tremendas voces pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que era real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio de pies a cabeza”.

Está el caso de Florencio Sánchez, personaje de Fernando Vallejo en el libro El fuego secreto: “Despanzurraba las palabras. Las inflaba hasta la hipérbole o las minimizaba hasta la aniquilación. Decía ‘pobretón’ y hablaba de un millonario, y llamaba ‘genio’ a cualquier medianía de su vecindad. Sus límites de significado no eran los míos, los de usted, los de todo el mundo. Haciéndose así el loco poco a poco lo logró, y paseaba su locura por un inmenso jardín. ‘Mi mamá es mi papa’, afirmaba”.

Ser lo que se es, sin atenuantes, es la defensa del loco aquel que siempre ha habitado en uno, pero que en su condición de domesticado vive los favores complacientes de la aprobación colectiva.

 

 

 

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