Hallazgos
✍️Alberto Aguilar.
Se halla lo que no se busca ni se espera; también lo que no se conocía.
Si el que busca encuentra, el que no inquiere encuentra en el hallazgo signos vitales muy cercanos al sentimiento de felicidad, a la sorpresa, a la maravilla, al embebecimiento que le quita todo el aire al ensoberbecimiento fehaciente de que no hay nada nuevo bajo el sol, de que todo está dicho, de que todo pasado fue mejor, de que si no está en mamá Google entonces no existe.
Vaciados de la existencia, volvemos a colocar dentro de la bolsa mágica de terciopelo, con cordón, dentro del morral del hallazgo, pues, todo aquello que renueva la capacidad de asombro. Nimio o espléndido, es nuestra sensibilidad la que le otorga sentido superior, positivo y luminoso a todo lo que no esperábamos.
Camino andado, camino desandado, en la ruta del hallazgo agrandamos las cuencas de los ojos, aunque sólo sea un fugaz movimiento de la frente que tira hacia arriba los tejidos situados en la zona superior del cráneo. Levantamos no sólo las cejas con todas sus fibras, sino la vida misma, y esto, por donde se le vea, es un goce fugaz que borra la repetida cara simiesca que acompaña nuestros días y le quita un grano al acné cístico de la monotonía.
Nadie es ajeno a la seducción del dinero, aunque resulte mínimo su anzuelo de encantamiento. Esculcando la ropa de nuestro armario, a la hora de decidir qué prenda le daremos destino a la lavadora o a la tintorería, aparece cual luciérnaga una moneda o billete nuestro olvidado ahí en la faltriquera del pantalón, en la bolsa secreta del saco. Este encuentro casual nos agranda la comisura de los labios. Es lo que a un niño un dulce en la mano, lo que a un viejo el sentirse amado. No es la denominación monetaria, es el hallazgo lo que hace más grande lo inesperado.
Al tropezar con un billete deambulando por la calle; al ver a lo lejos una belleza frutal encarnada en una persona desconocida; al mirar de soslayo, en un bazar de viejo, ese juguete u objeto que fue nuestro allá cuando la infancia; al reconocer con el olfato ese perfume no vuelto a encontrar durante años; al advertir dentro de otros ojos una mirada poderosa muy similar a la que tiempo atrás nos entregó su amor… Esos son los hallazgos que levantan suave el alma.
“Mi hijo es un amor que yo no conocía”, dice el hombre afortunado por encontrar en ese ser reciente el hallazgo mismo de la miel, fuente perenne que promete vida eterna. “El hombre nació para aprender y vivir es equivocarse”, se asombra el adolescente al leer tremenda frase, y tierno y conmovido señala: “Qué hermosa verdad, y yo no lo advertía”.
También en su estado gris, no hallarse es no encontrarse bien en algún sitio, estar molesto. Es no lograr acomodar la existencia propia. Es esperar algo.
Y aquí es el poeta Sabines quien viene a zurcir este dilema, nos auxilia para poder enunciar mejor el hastío de vivir, indaga por qué se siente muy adentro el páramo de la existencia, la nula posibilidad de la sorpresa:
“Yo lo que quiero es que pase algo / que me muera de veras / o que de veras esté fastidiado, / o que cuando menos se caiga el techo de mi casa un rato. / La jaula que me cuente sus amores con el canario / La pobre luna, a la que todavía le cantan los gitanos, / y la dulce luna de mi armario, / que me digan algo, /que me hablen en metáforas, como dicen que hablan, /este vino es amargo, / bajo la lengua tengo un escarabajo. / ¡Qué bueno que se quedara mi cuarto / toda la noche solo, / hecho un tonto, mirando!