Invitan trago y esconden la mano

Invitan trago y esconden la mano

 

Despacio en curva

 

Alberto Aguilar.

 

Entiéndase ya. No se explica la historia de la humanidad sin la presencia del vino. Con él está el florecimiento de las grandes ideas, inventos y milagros y la unión de comunidades por todos los milenios. De modo mundano o sublime, no hay bípedo con apetito de mundo que no haya deambulado entorpecido por los efectos del vino dentro de su cuerpo.

Con la vid, compañera amantísima, los muros de agua de la existencia lagrimosa (en su advocación de nostalgia, soledad, melancolía, tristeza, agonía creativa, desesperanza), pasan a la reversión, a un estado relajado, de suave impericia; es la vuelta mágica de la sombra sombría al goce de beber lo mejor de la tierra en su ciclo vegetativo, para así devolverse a la luz, al pacto con lo divino.

Sin vino no se entiende la vida de Cristo ni de Mozart y menos de Beethoven; ni la tuya ni la mía, ya, pa’ pronto. Es alegría espiritual, solidaridad, festejo, silente cavilación de muy hondas profundidades a través del vaso o copa o botella o licorera o ya de plano de a pico cuando los bebedores apresuran: ¡La copa se hizo para beberla, no para contemplarla!

Considerando los párrafos anteriores, en qué católico cabe el reclamo por ver al sacerdote entumecido en su andar, enredado en su hablar, si cumpliendo está con su deber en el momento aquel de la Hora Santa y el Altísimo y al centro la hostia y alrededor los feligreses, muchos más atentos de su celular que de la propia conducción espiritual y del encuentro con Él que todo lo puede.

Antes y después de su consagración sacerdotal, el pastor ha bebido constantes cantidades de vino en su calidad de feligrés. Consagrado, todos los días ha ingerido, incluso en ayunas, breves porciones de vino con un mínimo de agua a propósito de la celebración eucarística. Sumen que, fuera del templo, junto con el pan y la sal, el sacerdote ha departido alcohol en el afán de congraciarse con la grey, con el noble propósito de ser uno con el pueblo, uno y trino: comida, bebida y castidad. Cómo no reventar si por años este triduo habitual es la sotana que de verdad reviste todos los días y está a punto de explotar su triste existencia.

Juntos le rezan al Altísimo, y, juntos, comparten el altísimo nivel de triglicéridos y colesterol contenidos en el cuerpo. Vean ustedes el desgaste físico que conlleva ser un sacerdote complaciente con su pueblo. ¿Sacerdote Fitness? Es decir, ¿sacerdote apto y preparado respecto de mantener un cuerpo sano, atlético, estético, musculoso, en permanente rigor respecto de lo que come y de sus exigentes horarios de descanso y horas y horas de entrenamiento en un gimnasio? Meta imposible, vanidosa y egoísta ante los usos y costumbres de cada comunidad. Entrenamiento integral destinado a la utopía ya sea cura de aldea, de pueblo, de sierra o de ciudad. ¿Mente sana en cuerpo sano sacerdotal? ¿Que las manos del sacerdote sólo sirvan para bendecir y consagrar? ¡Jua jua jua!

¡Por las barbas del profeta! ¡Por las llagas de Cristo! ¡Ay mamá Carlota!, qué espectáculo ver al sacerdote del pueblo en evidente vaivén a la hora de caminar, con chiclosa dicción, en literal mansedumbre con aroma de licor en el momento de pronunciar: “Nos diste Señor el pan del cielo, que contiene en sí todo deleite”. “¡El vino del cielo fue lo que se bebió, el muy bribón!”, corrige el feligrés impoluto.

El sacerdote de pueblo es de banquete y de banqueta. En su filosofía, se cuestiona que si el vaso sirve para beber, entonces para qué sirve la sed. En su sentimiento báquico, profesa: “Yo bebo sobre la copa que fluye, transcurro con las copas que transcurren”. En su rústica realidad frente a la feligresía, de sobra sabe que su único problema con el alcohol es cuando se acerca la hora de cumplir con sus servicios en el templo. Sobradamente confirma que el pueblo es solidario y bruto, de corazón noble y memoria rencorosa, dipsómano y cómplice de excesos haya fiesta patronal o no.

La cofradía entre el presbítero y los mayordomos o fiscales es necesaria para lograr una afianzada relación de respeto y trabajo en pos de la fe católica. En esa pretensión, se apuran a organizar la fiesta del pueblo y sus respectivos barrios y colonias y, en el ínter, apresuran los tragos de pulque de semilla o pulque de perrito (mezontete); de mezcal o tonayán; de cerveza o tequila; de whisky o ron; de vino caro o pulque curado… todo entra en la boca de los bebedores y de pronto, sin más, por que sí, de ese mismo hueco salen las expresiones de condena y espanto, de repudio por el descuido público del sacerdote que debió beber una copa menos o, simplemente, su organismo ya no aguanta y ya no logra complacer la inacabable solicitud de quien le pide el honor de echarse una copita coqueta. Empero, el pueblo no siempre está para esas consideraciones.

A favor de los feligreses y del cura del pueblo, recordemos que no hay edad para la ingenuidad. En temas de echar la copa, tiempo le lleva al hombre encarnar con entera convicción la firmeza que regula el proceder; muy propia es la máxima aprendida de mi abuelo Juan José: “No me permito beber una copa de más para no echar a perder la copa de mañana”.

Así es la vida. Así es el pueblo: Invitan trago y esconden la mano.

 

 

 

 

 

 

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