Fidelidad y lealtad
Despacio en curva
✍️Alberto Aguilar.
Se aspira a la fidelidad para terminar en los buenos términos de una lealtad decorosa, respirable.
La fidelidad nos viene directo del duende romántico, valedero en todos los tiempos nuestros. El corazón se tiñe de la paleta roja con todos sus colores posibles, felizmente ingenuos y cursis. Neceamos con hacer real lo que mágico es, lo que para los expertos en amores es con franqueza una guerra perdida, aunque con valiosas sensaciones personales que han marcado la vida, esa de los suspiros hondos y profundos que muy probablemente ya no volverán con la misma fuerza volcánica, vehemente y efusiva. Traviesa alucinación. Polvo de hadas.
La lealtad es lo que queda después de separar la paja del heno, de espiar los principios religiosos y los términos legales en que hemos decidido unirnos, la mente fría; es el cultivo del respeto y la alta conciencia de que no somos dueños ni de nosotros mismos, menos aún tenemos responsabilidad directa del hilito de luz que entra sin permiso y se ensancha cual sol que anima los sentidos y hace desear ese cuerpo prohibido y esa esencia y esa inteligencia y esa vida misteriosa y ajena que no está, en definitiva, encarnada en la pareja que hemos elegido como única e insustituible.
Veámoslo así:
Una pareja de recién casados decide seguir lamiéndose la piel en mutuo placer impostergable. Viajan de luna de miel allá donde el mar turquesa y el gran hotel y las promesas de novedad turística. Se alejan de la ciudad para ser amantes anónimos. El código de los cuerpos violentará normas y leyes. Nada de andar de modositos. El deseo será leguleyo y merolico. Desgastarán fluidos en la cama y en la playa, en la hamaca y la alberca, en el elevador y bajo la mesa, en los labios y las encías, en la concha misma de sus manos.
Muy al oído y entre sus lenguas seguirán promoviendo el movimiento del telar de las caderas, con penetraciones glotonas y feroces, de entera locomotora, de sorprendido monte perforado. Se aman, razón suficiente, gastarán por años ese capital hasta el hastío, es decir, hasta la vejez de los dos. Y lo que ya está claro: Su única oratoria retórica será la pasión, esa zarza ardiente que reitera en su centro y termina por horadar donde jamás se olvida: el alma.
Días antes, juraron ser fieles en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, se amarán y respetarán todos los días de su vida. ¿Infidelidad precoz?: Imposible. No tienen ojos más que para contemplarse, oídos más que para escucharse. Podrán estar distantes (ni modo, si uno entra al mingitorio el otro espera afuera), pero nunca estarán apartados de su pensamiento.
Un día después de no salir de la habitación por hacer el amor cual orfebrería mística, minuciosa y loca, y medio comer ahí mismo, y desdeñar las establecidas horas para el consumo de alimentos, deciden probar bocado en un bufet de ensueño lleno de hambrientos de clase mundial. Sienten o creen sentir complacientes miradas. Son el milagro del amor, la pareja ideal, el testimonio de que sí vale la pena el enlace civil y religioso.
Él levanta el brazo y hace un movimiento manual para que acudan a atenderlos. Ella está entretenida con seleccionar unas fotos del avión y del hotel que no ha enviado a su familia, señal de que todo está súper. Acaricia la pantalla de su celular y agranda una imagen concreta: el rostro de su amado esposo, cerrando los ojos, dejando ver cómo su labio inferior reposa arribita de la barbilla de ella, sellando un beso tierno y amielado.
La mesera se acerca. Es cándida y fresca. Él pide en tono afable café para dos y pan tostado. En la mirada de ella está la copia exacta de una novia que tuvo en tiempos de la uni. En el brillo de esos ojos está también el amor de su madre y de la madre de su madre. Y esa sonrisa y esos glúteos desacomplejados y esos senos breves todavía no se alejan y ya crearon cimiento de recuerdo.
Ese mismo día, ya en la habitación, la pareja insiste en la orfebrería inacabable. Creen terminar exhaustos, mas no se someten. Les alcanza el aliento para probarse de nuevo. De nuevo. Ahora sí los vence el sueño, untados cuerpo a cuerpo. Y, en el sueño, bendita sea, se le aparece la mesera a él. Le besa la boca igual que la novia aquella de la uni, lo amamanta igual a como lo hizo su madre, le sonríe y le acaricia el cabello como sólo la abuela lo sabe hacer, y los glúteos sin complejos se hunden en su sexo y le sacan lo que le queda de semen y también un maldita sea, por qué, por qué, si yo amo a mi mujer. Despierta con sobresalto y se dice en silencio calma, calma, fue un sueño. Y, abrazando a su mujer que dormida está, se siente apenado, puerco infiel, indigno de ese amor.
Visto así, la infidelidad es la ausencia del respeto rebasado por los sentidos y por los sueños ingobernables.
El letrista español Camilo Blanes nos hizo creer en su voz de Camilo Sesto lo que sólo es creíble con seda romántica: Jamás, jamás he dejado de ser tuyo / lo digo con orgullo / tuyo nada más. / Jamás, jamás mis manos han sentido / más piel que tu piel / porque hasta en sueños te he sido fiel.
La fidelidad es romántica por la misma razón de que no es posible, no está a nuestro alcance. ¿Tuyo nada más? ¡Jua jua jua! Esa pertenencia absoluta es la que se desea y hace sonreír a los amantes. Mas no es humano. Acaso algún beato lo sea, lea esto y me contradiga.
En todo caso, sí es posible cumplir a la pareja con lealtad, pero quitando el vocablo fidelidad que tanto les gusta a los de la Real Academia Española de la Lengua. Como no lo harán, yo lo omito aquí: Sentimiento de respeto y principios morales a los compromisos establecidos hacia alguien.
En mi historia, si bien el recién marido no irá físicamente tras la mesera devuelta en sus sueños y menos cumplirá sus fantasías oníricas en la realidad palpable (porque respeta a su mujer y tiene principios morales y atiende a los compromisos establecidos hacia ella), lo que indudablemente no podrá evitar es el deseo natural hacia otras mujeres, muchas mujeres que se le crucen en el camino y se le entreguen en húmedos sueños. Basta que se le metan por los ojos, por esa ventana abierta a exquisitas infidelidades.
Hay una cosa en el mundo que es la mirada, dijera el poeta.