Paz y pan
✍️Alberto Aguilar.
Descreo de la Navidad por su excesiva carga de luces, estruendos, compra de afectos, pretensión de absoluta felicidad.
La Navidad tiene sed de borrachera idiotizante, ansiedad de consumo, catálogo de disculpas ocurrentes, villancicos melosos, frases gastadas, eructos de alegría infantiloide.
Con la Navidad, el remanso y la holgazanería estiran los brazos. No hay, pues, nada más qué pedirle al mundo.
Los hijos de Dios caminan abundantes con su dinero de fin de año. Nada de reflexión o mínimo ayuno. Los más extensos enigmas de la vida se achican, el conocimiento de todos los días se convierte en alas de papel en búsqueda de ningún misterio, “a qué tanto brinco estando el piso tan parejo”.
Once meses del año estamos tan a gusto hasta que llega la maldita Navidad. Ahí va el empleado a convivir con los que no quiere, pero debe, porque el espíritu de fraternidad se ha de sentir intenso en el ambiente laboral.
Con la Navidad se confirma que el “amigo secreto” en realidad es enemigo evidente y torpe que durante una semana deja recaditos y regalos bobalicones. Su forma de exasperar suma, de manera quizá involuntaria, un insulto que el receptor de sus obsequios desconocía.
Con la Navidad se evidencia la ausencia de una escritura propia, íntima y espiritual. Ahí va la borregada berreando las mismas palabras, es decir sus parabienes y buenos deseos cual serie de luces, made in China, conseguible en cualquier mercado.
Con la Navidad, gente poderosa y empoderada y empiernada con los que todo lo pueden, apuran a la imprenta, a la prensa y a las redes sociales para participar a la ciudadanía de sus sentidos deseos navideños. Cuánta alegría excedida. Nadie sufre tribulaciones. La felicidad ya anunció que ni un minuto de huelga. La dichosa dicha luce bien vestida y sin caries, con lustroso papel a color en las revistas locales. Tendremos 365 días para evidenciar la mejor versión de uno mismo. Ay, ternuritas.
Esto que afirmo se lo leo a mi abuelo. No logro terminar de compartirle mi artículo de opinión porque veloz me critica el infame. Dice que destilo humor ácido. Que si no he copulado últimamente. Me hace ver, con aliento teporocho, que los ángeles de Navidad no anunciaron la felicidad en la tierra, sino la paz a los hombres de buena voluntad. Es lo que más importa conseguir y conservar.
En su óptica de octogenario —con esa cierta calma seria que tiene para vivir—, el vejete cita de memoria al francés León Bloy: La pobreza es relativa: privación de lo superfluo. La miseria es lo absoluto: privación de lo necesario. La pobreza es crucificada, la miseria es la misma cruz. Jesús llevando la cruz es la pobreza llevando la miseria. Jesús en la cruz es la pobreza sangrando sobre la miseria.
Es decir, Navidad sin paz ni pan, sin pan ni paz, es el aborto mismo de la esperanza en el pecho. El mundo sufre y toca a nosotros, en nuestra humildísima circunstancia, hacer este mundo más habitable. Paz y pan significa alejarse de la condición miserable y vivir a cambio en alegre pobreza.
El abuelo lamenta las navidades repletas de desventura donde el espíritu no encuentra sosiego. Me dice que hemos minimizado a la maldad. Hay que ser profundamente egoístas como para sentirse espléndidamente felices.
Con la mirada hincada, le aseguro que ofreceré arreglos verbales (a manera de frescas flores) para que me perdonen los ofendidos. Similar a ti lo hará la humanidad entera, me dice, cuando se baje de su altísimo pedestal de huacales.
El abuelo me convoca a ser luz y no tinieblas. A ser sencillo como la paloma pero astuto como la serpiente. Hacer el amor y no la guerra. Hacer el bien sin mirar a quién. Ser piedra angular.
El abuelo indica: Que todo el que se acerque a ti, sea, al irse, una persona mejor y más dichosa.
Con ojos cansados y grandes manos, el abuelo se irgue en su silla de ruedas, toca mi hombro y confiesa: Lo más fácil, entre nosotros, será morir, un poco menos fácil, soñar, difícil, revelarse, dificilísimo, amar.
Yo le prometo a mi viejón ofrecer pan y paz. Paz y bien. Seré el bienhechor de la humanidad. Nunca más el renglón torcido de Dios. Jamás la oveja negra. Imposible el negrito en el arroz. Menos el condón que se rompe y provoca la indeseable procreación. Ni del mar espuma ni triste lamento. Ni el pelo en la sopa ni la sopa en el cabello. Ni pez de mucho agua ni cetáceo de un solo cielo. Ni tigre de muchas rayas ni conejo muy lampareado. Ni toalla muy absorbente ni mucha crema en los tacos. Ni fentanilo ni muy cristalino.
Alcanzo a escuchar cómo me dice: “Insensato. Todavía estás muy chico pa´ querer miar como los perros grandes, y menos pretendas apagar la lumbre a pedos”.
Abuelo —lo interrumpo sólo para distraerlo de sus dichos acedos, quiero que hable su alma de poeta—: Con la edad que tienes qué es lo que esperas de la Navidad, o de la vida, si es que importa saberlo.
Responde pausado, con labios resecos:
Invernará la noche en mi pecho. / No era necesario saberlo. / No tiene importancia. / Espero una carta todavía no escrita / Donde el olvido me nombre su heredero.