La transformación de un ritual prehispánico en la tradición del día de muertos
A 18 agosto 2024. Lizeth Cuahutle
Es sorprendente cómo las costumbres, tradiciones, y lo aparentemente obvio pueden dar una vuelta inesperada, revelando su complejidad y profundidad cuando se examinan detenidamente. Tal es el caso del altar de la ofrenda, un elemento central en la celebración del Día de Muertos en México. Adornado con cempasúchil, calaveritas de azúcar o chocolate, velas perfumadas, y el olor de deliciosa comida, este altar es un símbolo de nostalgia y memoria. Sin embargo, su origen prehispánico, que a menudo se pasa por alto, tiene raíces en una tradición mucho más sombría: el tzompantli.
El tzompantli, cuyo nombre deriva de las palabras náhuatl «tzontli» (cráneo) y «pantli» (hilera), significa literalmente «hilera de cráneos». Este monumento, que horrorizó a los españoles y causó devoción entre los aztecas, era una ofrenda mortuoria en la que se empalaban las cabezas o cráneos de guerreros vencidos en honor a las deidades del México prehispánico. Aunque para los conquistadores españoles estos monumentos eran símbolos de barbarie y crueldad, para los aztecas tenían un profundo significado religioso y cultural.
La incomprensión europea hacia el tzompantli es comprensible si se considera que los españoles veían el mundo a través de una lente católica, donde el derramamiento de sangre era visto como innecesario dado que, en su fe, el sacrificio de Cristo había pagado por los pecados de la humanidad. En contraste, para los aztecas, los cráneos representaban una ofrenda tangible a sus dioses, un intercambio sagrado donde la vida se ofrecía a cambio del favor divino. Dependiendo de la deidad a la que se dirigía el sacrificio, se elegía el tipo de persona que debía ser sacrificada; por ejemplo, una mujer joven era sacrificada en honor a Chicomecóatl, la diosa de la vegetación, comparando su cabeza con una mazorca de maíz.
A pesar de su carácter religioso, el tzompantli también cumplía un papel intimidatorio durante la Conquista, como lo refleja una crónica de Hernán Cortés que narra el hallazgo de cráneos de cristianos empalados en un templo azteca. Este uso dual del monumento como herramienta de temor y devoción es un reflejo del complejo pensamiento prehispánico, en el que el miedo y la adoración a los dioses estaban profundamente entrelazados.
Con la llegada de los colonizadores y la caída de México-Tenochtitlan, los esfuerzos para erradicar las tradiciones mesoamericanas fueron exhaustivos. Sin embargo, aunque el tzompantli fue eliminado como monumento físico, su esencia perduró. Con el tiempo, la brutalidad del sacrificio fue suavizada y transformada en una forma más aceptable para los ojos occidentales. Las calaveras de hueso fueron sustituidas por calaveras de chocolate y azúcar, y la adoración de las deidades fue reemplazada por la veneración de los difuntos queridos.
Hoy en día, el Día de Muertos coincide con las festividades católicas del Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos, una coincidencia que no es accidental. Aunque la influencia española transformó la iconografía y el simbolismo del tzompantli, no logró borrar del todo el significado que subyace en esta tradición. Lo que quedó fue un profundo respeto y memoria hacia aquellos que se han ido, un respeto que, aunque enmascarado en formas más dulces y nostálgicas, aún lleva consigo la resonancia de un pasado prehispánico que sigue vivo en la cultura mexicana.