Bazar de ropa Silvia Pinal
¡Ay ojón!
Alberto Aguilar.
En la Ribereña del Río Zahuapan de Tlaxcala se agrupa gente inusual, así de golpe, sin decir ¡agua va!; tampoco dijeron ¡agua viene! Ni tiempo dio.
Todavía no eran las once y media de la mañana y cerca del mercado sabatino —ahí, a un costado del Puente Rojo, bajando las escaleras, del lado del estacionamiento de Aurrerá, pasando el puesto banquetero de fierros viejos y de pulque joven—, para ser específico, una cuadra antes de la plaza del mercado tlaxcalteco, seis percheros para colgar ropa ocupan un tramo de banqueta: apenas de dos metros de ancho cada uno, con un par de ruedas por cada lado, dos metros de alto, y repleto de perchas, ropa diversa con apenas un espacio de dos centímetros por cada gancho.
En cada espacio que simula los hombros del ser humano (hablo de esa forma aplanada triangular llamada gancho de ropa), colgaba un pergamino o códice o papiro o tabla numérica si usted quiere, llena de historia, que va, de rodaje de películas a escenario teatral, de cenas elegantes a mítines políticos de banqueta, de foros de televisión a cabinas de radio, del escritorio del DIF Estatal de Tlaxcala al otro escritorio de la Asociación Nacional de Actores, del curul del Congreso a la silla del Salón de Belleza, de habitaciones de hotel a residencia propia allá en Jardines del Pedregal, de hospitales a iglesias con acto nupcial.
¿Cómo es que este cronista tuvo registro expedito de esa vendimia? Sencillo, en cada esquina de los percheros había un aviso impreso en lona y con letra elegante: Ropa de Silvia Pinal GRAN BAZAR.
La gente inusual que se agrupó muy pronto era la misma que uno ve y reconoce en Vintage hoe, Sandra Weil, Erre Vintage, Galerías Tlaxcala, Norma Couture Boutique o aquella que exige diseños únicos al modisto Roberth, originario del Puerto de Veracruz pero más tlaxcalterco que el que escribe.
A la comodidad del ascenso y descenso de las escaleras eléctricas de Liverpool nadie la echó de menos. Tampoco se fijaron de la mugre y gargajos secos y heces de perros sarnosos registrados en la banqueta, abajo del Puente Rojo. A nadie le importó olvidar la normativa del aire acondicionado en centros comerciales: distancia mínima, niveles de ruido, lugar de instalación, unidad exterior. “¡El sol ya cala re’ feo!” Tampoco fue cuestión la involuntaria irrupción de cuerpos y más cuerpos que sin querer anuncian su existencia con inevitables empujones a cada rato.
A la que tiene más fino el tacto en los dedos le ganaba la que tiene ojo veloz, voraz, sagaz para decidir qué prenda vale y por qué lo vale.
Los atavíos expuestos en el Gran Bazar Silvia Pinal no eran estrictamente de la Gran Diva de la Época de Oro del cine mexicano, no; los diseños y colores y material utilizado, su luminosidad, eso eso, su luminosidad, era ropaje de una virgen de altísima veneración como la de Fátima, de Luján, de Lourdes, de Coromoto, de la Caridad del Cobre. Había en la textura un magnetismo místico, una sensualidad advertida, y si bien con algunas de esas prendas se vistió y desvistió la actriz, fue creíble la venta por el aroma de pecados de la carne cuyo sudor inflamado presentaba aún palpitaciones.
–Este vestido rojo me gusta mucho, es el mismo que publicaron en su última portada de diciembre los de TVy Novelas.
–¡Uy, hija! A Silvia Pinal la encontrabas en las calles de Tlaxcala o la veías salir de Casa de Gobierno, donde ahora es Casa de Artesanías. Vestía según la ocasión. Claro que se hizo de muchísima ropa.
–Acabo de ver una caja en el primer perchero. Contiene una peluca rubia. Está hermosa, mamá. Creo es la misma que usaba la Pinal cuando fue esposa del exgobernador Tulio Hernández. Ves que tienes una foto con ellos cuando fue la colecta de la Cruz Roja en Salón Rojo de Palacio de Gobierno.
A la madre y a la hija se les presenta el vendedor. En realidad son dos hermanos los mercantes que ahí atienden. Gemelos, se diría. De aspecto mongol. Joroba de igual tamaño en ambos. Traje gris con chaleco. Aspecto como de judíos errantes en Tlaxcala. Desgastada su ropa, carcomida su existencia. Calvicie y educación notorias. De modos astutos. Sonrisa idiota.
–Tenemos una única peluca de la Gran Diva. Está tan cuidada como lo fue el cabello natural de la actriz. Déjenme decirles que así como lucía peluca lucía más y mejor que Lucía Méndez, más jovencita esta, obviamente. En las mañanas, no perdonaba su jugo de naranja con zanahoria. ¡Y venga a la boca un puño de pastillas! No, no digo que se dopara; jamás. Eran vitaminas para la memoria, la piel, el cabello, la vista, las uñas, la lubricación a la hora del amor.
–¡Ay señor! Lo dice de modo tal que ora ya me están interesando más esas pastillas que la peluca en sí.
–Faltaba más, faltaba menos. En la compra mínima de dos mil quinientos pesos le regalo un pastillero, uno de los cuales usó la Gran Diva. Está hecho de porcelana, lisita lisita. Es resistente.
–Mejor dígame de la peluca. ¿No será la misma peluca que usó Itatí Cantoral para la bioserie de la Pinal?
–Con gusto, señorita. Es una peluca de la marca Pixie. Convence desde la primera impresión. Su aspecto es tan natural como lo que nace directo del cuero cabelludo. Cabello radiante, sano, natural. No brilla como hilo de poliéster, no. La textura es fluida, con cadencia exquisita.
La gente se va multiplicando alrededor del Gran Bazar Silvia Pinal. Se nota la solvencia económica de algunos, en otros, la oportunidad de distraerse a sabiendas que es sólo eso, porque comprar pues cuándo. Señoras resueltas tocan y huelen y prueban medirse la ropa. Otras compradoras van directamente a inspeccionar las etiquetas y, de paso, a enterarse de las mejores marcas de ayer y de siempre.
Los hermanos comerciantes saben su chamba. Con la mirada complacen y amonestan. La gesticulación de ambos es perfecta. No necesitan hablar, sólo imponer presencia.
Dos niñas empiezan a acariciar las telas finas, a jalar de la manga de la blusa. “Qué niñas tan educadas tiene, nada de andar tirando de la mercancía, quietecitas son muy bonitas. La felicito”. La progenitora de las aludidas las jala del brazo, se marcha indignada.
Las reacciones de la gente no tienen filtros. Unos dialogan y señalan las lonas impresas y se ríen burlones. Los más respetuosos bajan la mirada y se signan. Hacen fotos con celular para sí mismos. Para quienes todo lo ven inalcanzable, ni se asoman.
Gran Bazar Silvia Pinal. De lejos y de cerca brillan lentejuelas, sedas; se distingue la tela de bambú, de algodón, de pana. Hay telas plisadas, satín. Se reciben billetes y morralla, se ofrecen anécdotas y conjeturas picantes. Admiten transferencias bancarias. Ya les envían a los hermanos comerciantes un litro de pulque. Ya un transeúnte en situación de calle confiesa su situación invernal y pregunta el precio de un abrigo. “Es piel de chinchilla, compañero. Lo más cálido y elegante que puede encontrar”. El despojado sólo ríe y en un descuido acaricia la prenda, se goza en ella. “Anímese y vaya por sus ahorros, shekel israelí, maravedí o maracuyá, ¡compre ya!”.
Es verdad que “el que busca encuentra”, aunque también se encuentra sin querer. Este cronista, al azar, prueba la calidez de un abrigo hecho de tejidos de lana, cachemira y mezclas de lana. Suavidad y lujo palpables. Y viene el hallazgo. En la bolsa derecha, un papel pequeño y con letra legible lo siguiente: “Mamita, gracias por ser el amor de mi vida. Tulio”. Me quedo con el papel, mismo que será donado para el Museo Gobernadores.
La tentación de revestirse es muy grande. Blusas, pijamas, abrigos, vestidos, bufandas, sombreros, pañoletas, perfumes, collares, aretes, pantalones. Incluso, fotografías en blanco y negro jamás publicadas. Qué bárbaros, cómo reunieron tan rápido hasta lo más impensable. Tequileros, copas con motivos de oro, cigarreras.
-Antes de comer, Pinal Hidalgo acostumbraba tomarse un caballito de tequila. Tequila del bueno, claro está. Permítame y le busco unos vasos con forma de copita, los consentidos de la actriz.
Asombro y desencanto en esa vendimia sabatina.
-Esta prenda está bien sencilla. La tela se siente como de una parisina pobre, o de Parisina, que viene siendo lo mismo.
-Hay ropa para dormir, pero más se acerca a la que usó Sara García que a la propia de una Diva de la dinastía Pinal.
-Yo me llevo este sombrero, ya veré cómo le quito la cinta de mugre que aprieta la frente.
El ajuar que promete ser de Silvia Pinal pasa de mano en mano. El sol cala profundo. El olor fétido del Río Zahuapan ahuyenta a la gente y gana la indiferencia de los posibles compradores.
Los judíos esos empiezan a levantar el puesto. Hay satisfacción en sus facciones. Me acerco a indagar a ver qué información les saco. Hoscos. Apenas me dicen “si le interesa, tenemos un candelabro para teatro, aquí tiene mi tarjeta”.
En el acomodo de cajas, queda medio atorada una panty media, lo que me hace recordar una escena sensual de la película Simón del desierto. Protagonista, Silvia Pinal.
Aparece un viento fresco que jala basura y reanima el paso de los peatones. Una lona que impreso tiene Ropa de Silvia Pinal GRAN BAZAR, queda tirada muy cerca del Río Zahuapan. Un menesteroso la levanta, la mete en su costal de porquerías y sigue su camino errante.