Fernando Ortiz.
Me atrevo a decir que de 3 elecciones presidenciales que llevo presenciadas, dos han marcado la agenda política del país de una forma extraordinaria, y sí, ambas han sido por la participación de López Obrador.
Y está pasando otra vez. Una declaración o 10 segundos de discurso por parte de AMLO sitúan a una discusión que dura por días en el país y no precisamente por su retórica, es por la interpretación que adversarios, gobierno y medios de comunicación realizan. Dramatizan los eventos, los llevan de maneras inconsecuentes hasta sus últimas consecuencias, los enmarcan en un aura de amenaza.
Y hoy, a casi menos de un año de las votaciones del 2018, Andrés Manuel vuelve a figurar como el candidato más fuerte a ganar la elección, y las reacciones de sus contrincantes no se hacen esperar, retoman desde la misma estridencia donde la dejaron la última vez. A pesar de la violencia, del risorio crecimiento económico, de escándalos de corrupción y del desgaste de estado, AMLO es “lo peor que podría pasarle a México”. AMLO es un relapso, nefario, Trump, Chávez, Castro y “un peligro para México”.
Lo sitúan como un ente ubicuo causante de las fatalidades ya no del país, sino del mundo. Si se dejaran a un lado las fobias que enmarcan su nombre y movimiento, tal vez se retomaría como una alternativa —que no es lo mismo a una apuesta de todo o nada—ante la dilapidación moral, social y política de México, se podrían recordar sus aciertos como Jefe de Gobierno, y porqué no, también sus claroscuros y contradicciones.
Pero solo de forma objetiva es que se puede hacer un análisis coherente, nunca extrapolando la realidad. Sin embargo, sus enemigo, tardíamente se percataron que durante los 13 años que llevan atacándolo no han hecho por mermar su respaldo popular y, al contrario, lo ha endurecido (cosa contraria a su discurso que lo ha suavizado).
Pero ese avance en las encuestas y aceptación ciudadana no viene de una estrategia de comunicación, no hay que olvidar que hasta hace poco en la televisión abierta el nombre de López Obrador desapareció salvo para marcar sus errores. Si Morena ha tenido un crecimiento exponencial se debe a las alianzas que ha ido tejiendo, en cómo ha ido encarando las dificultades que atraviesa y en que ha sabido capitalizar el descontento social.
El ejemplo más claro es la ex candidata veracruzana que recibió dinero y fue exhibida en videos, en otros partidos un acontecimiento de tal magnitud lo callan, es más, a los priístas cuando los cachan en un acto de corrupción los hacen senadores, cónsules o embajadores. Morena demostró, como si se tratase de un hallazgo, algo que nunca se había visto en política: consecuencias. Retiraron la candidatura y además interpusieron una denuncia ante la FEPADE.
Queda claro que con esta acción no basta para depositar todos los huevos en la canasta de Morena, todavía hay elementos que no terminan de convencer. Y ante ello es cuando se da un efecto curioso en esta democracia tan extensa —pero desorientada— en la que nueve partidos políticos e independientes se disputan en la arena electoral: las proyecciones que se hacen en la sobremesa, en el bar, con los amigos, en canciones, de ser Presidente de la República.
Bien dicen que no hay mexicano que no quiera ser el próximo mandatario del Ejecutivo, todos quisieran ser presidentes. Pero presidente no hay sino uno, y todos suman más de 130 millones. Un país que despierta en sus habitantes un sueño así —tan unánime, tan positivo— por fuerza tiene que ser dichoso.
Y hasta hoy el sueño de “muchos” lo ven reflejado en una figura, en un nombre, en un carisma. Apartan las siglas del partido que creó, los pilares que cimentó cuando gobernó la ciudad más importante del país y hasta los errores que lo han condenado. Estemos a la expectativa de ver si López Obrador logra ser quien integre a México en esta oleada mundial donde se gana por llevar el estandarte de los cambios de fondo en el sistema y por un rediseño del establishment.