José Luis Cuevas

4 de julio de 2017

Alberto Aguilar.

 

Fascinante resultó para mí la personalidad del pintor José Luis Cuevas: bajito, felino, galán de galanes, cordial siempre.

Tlaxcala tiene obra de él y registros fotográficos y autógrafos y gratas anécdotas si pulimos la memoria  del público asistente de esos foros en el Auditorio Anexo a Rectoría de la Universidad Autónoma de Tlaxcala, lo mismo en el entonces Hotel Posada San Francisco o en las cortas calles o el zócalo o las mansiones de algunos políticos de dinastía en Tlaxcala.

Si desvanecemos las opiniones generales sobre la almohada de la complacencia, diré ya que fue un gato que pintaba frenético y detenía su andar para confirmar, a diario, frente al espejo, el milagro de la creación humana celebrada en cada parte de su existencia física y espiritual.

Provocador irredento, abiertamente ególatra, hechura de poses por demás premeditadas, memorioso, actor nato, ventrílocuo de casi todos los escritores que lo rodearon (Octavio Paz, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis), cliente de restaurantes de primer nivel y de burdeles inusuales, notable espectador del cine mexicano, amigo de Tongolele, secuestrador de una cámara fotográfica a la que obligaba a registrar, a diario, por años, los mínimos cambios de su divino rostro…

El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) dispuso de su presupuesto para complacer, por lustros, la obra pictórica y escultórica y biográfica y bibliográfica de José Luis Cuevas. La prensa mexicana también dedicó sus espacios para promoverlo, tanto tanto que el día que el pintor no leía su nombre ni se veía en las fotografías de la prensa con su debido pie de grabado (se sabe, esa información breve bajo la imagen), entonces se deprimía hasta la más angustiosa asfixia existencial, era un conflicto con su identidad y el presentimiento atroz de que nadie lo quería.

Todo lo anterior es reflejo del manoseado pasado. Busco el presente último del pintor, algún testimonio, y lo encuentro en la sensibilidad de la poeta guanajuatense Diana Espinoza: Vino Cuevas a inaugurar una retrospectiva de su obra al Museo Iconográfico. Hablaba lentamente y muy bajo, pero lo más claro es que le costaba seguir la idea de su discurso. Iba de un tema a otro, y olvidaba cuál era el punto de llegada y su mujer lo corregía a cada momento como a un niño mentiroso.

Al tiempo, José Luis Cuevas acumuló con su obra artística admiración y leyenda: ambas lo rebasaron, lo burlaron, danzaron con malicia alrededor de él. Millones de dólares deja en forcejeo para su familia, no pocos pendientes a resolver a ver quién y cómo: la memoria se le volvió hoja de un árbol de otoño: lenta, quebradiza, huidiza, displicente.

La Muerte, gran recogedora de egos, se llevó a José Luis Cuevas y con él cientos de anécdotas que no recreará jamás, sólo queda el eco de quienes lo siguen viendo vivo vivo en el recuerdo. Para el ensayista Willebaldo Herrera, no muere un pintor sino un hermano de los más dichosos que haya tratado: feliz, alegre, noble, limpio, confirmación de que la vida es hermosa reiteradas veces.

En Tlaxcala existe una sala de cine con el nombre José Luis Cuevas, inaugurada por él mismo. Asistió sonriente, barbado, un poco ajeno en su forma de vestir, con su brazalete de piel en la muñeca derecha, pelo cano, voz de niña afónica, entrecortada, mirada evasiva por adelantada a los disparos de la cámara temprana de un Jorge Lezama vivaz. Su lente se lo comía de frente.

Recuerdo múltiples ilustraciones que Cuevas hizo para libros. Las vocales malditas, es un ejemplo. Guardo en mi librero la portada de un libro de texto gratuito con el rostro de José María Morelos, un dibujo fascinante de Cuevas.

Hay testimonios, acaso húmedos por la lubricación de los recuerdos, de mujeres que probaron el pincel viril del pintor cuando los años buenos. Creó fama, es cierto, y dicen que a veces también se echaba sólo adormir.

 

 

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