De tu arte a “miarte”
✍️Alberto Aguilar.
Allá en la privacidad del mingitorio de la universidad, mirando de soslayo, mi padrino de graduación en Historia del Arte, dijo gustoso: “El arte de miar no es miar, sino de hacer la más chingona espuma”. Entendí entonces que hay descubrimientos tan insospechados que incluso pueden provenir del orín, cual disparo revelador de una cabeza brillante.
Andando el tiempo y yo con él, me he empeñado en dar probaditas de miel gratuitas respecto del arte pictórico. Del que está en los museos, en mi colección privada, en espacios públicos, en libros o directito de Internet.
Así, me fui olvidando del otro arte líquido que aprendí en pie, con miembro en mano, ebrio de satisfacción por mis estudios de doctorado respecto de una expresión artística tan humana como antigua, de categoría universal, no por nada llamada una de las Bellas Artes: la pintura.
Si la vida de un pintor está hecha de cuadritos, la mía ha sido de estudio aristocrático, de arete fino (llevado al lienzo o al arte digital), de coleccionista, de enseñante —hasta donde el arte permite ser enseñado—, concluyendo siempre que apreciar el arte (como querer definir a Dios), es una experiencia.
Y heme aquí junto a mis compadres fentanilos, bautizados así por ser de primer nivel político, narcótico, eclesiástico y empresarial. Jode y jode que querían empaparse de mis conocimientos del arte universal. Vale, pues. Las invité a mi hogar.
Inicialmente, se revelaron sensibles y obtusos a la vez. Con sus rostros siniestros y mirada hincada ante lo que tenían frente a sí, halagaban con precocidad ya sea una escultura en mármol o una instalación artística. Con silencio y pocas palabras iban apreciando el arte puesto en las paredes y jardines de mi residencia, sorprendidos también por las intervenciones artísticas en los contrafuertes de mi casa.
Emocionado por el hechizo visual que mi arte causaba en ellos, extendí la mano didáctica de mi explicación para hacer notar materiales y técnicas diversas que desembocan en imágenes; ilustré respecto de cómo la aplicación de pigmentos de color varían según la superficie, ya sea pared, madera, tela, papel.
De la cochera de mi casa al estudio de la tercera planta, mis compadres pasaban de la fascinación a la risa idiota, del rictus que deja la absoluta incomprensión de no saber ver, a la seria seriedad que les dio apreciar una interpretación: Juan Diego extendiendo su ayate, lo que permite ver la voluptuosa belleza de la Marilyn Monroe, con todas sus carnes sensuales, cándidas. Virgen del placer culposo.
A mi memoria llegaron las enseñanzas de mi maestro Pierre Bourdieu, por lo que calculé brevedad para concluir la muestra de mi colección de arte y, además, dar cierre de oro con tres teorías a subrayar: la génesis social de la mirada, sociología de la percepción estética, y, los museos y su público.
El champán Dom Pérignon Rosé expresaba dentro de nuestras bocas ese deseo atemporal de explorar el límite, aprovechando la fuerza bruta del rojo de la uva pinot noir en un ensamblaje radiante; y yo, ilímite y temperamental, arranqué exaltado mi argumentación de la génesis social de la mirada, cuando mi compadre notario tocó mi hombro y dijo secamente: “Ya, compadrito, ya. Suficiente. De tu arte a mi arte… ¡prefiero miarte!”
Hacia atrás y en alto las papadas de mis “discípulos” de arte, gorgoreando cual palomas obesas y brutas, estúpidas, por el cierre de cobre a mi magnífica exposición.
¡Se desbordaron las sátiras risotadas de la copa marmórea de mi sapiencia!
Las carcajadas hirientes de mis compadres se me hicieron tan largas como el recorrido que hice en las 121 salas del Museo del Prado cuando adolescente; sus vientres cimbreantes de tanta risa cariada, me hicieron ver múltiples Manneken Pis miccionando sobre mí.
Su burla salpicó mi cátedra de procedimientos técnicos empleados en la pintura: acrílico, acuarela, fresco, óleo, pastel, temple… ¡Temple me faltó para correrlos de mi casa-museo!
Espuma de orín inundó mis obras de arte; los miados eran chillones, broncos, traviesos y picantes.