Semblanza pública y semblanza oculta
✍️Alberto Aguilar.
Uno es lo que somos ante los demás y otra la historia de vida oculta que aspira a ser privada.
En lo público y lo oculto, invariablemente salimos vencedores y derrotados cuando la vida velada que llevamos es puesta en boca y ligereza del rudo juez que nos desautoriza: nuestro semejante.
En vida, si somos mencionados en una plática en la que físicamente no estamos, lo que nos espera favorablemente –cuando se va acumulando información que nos denigra y empequeñece-, es una mínima defensa inmediata: “Bueno sí, pero es buena onda”.
Ser agradable, tolerable o no, de ninguna forma quita o extirpa eso que están señalando. Sea verdad, conjetura u ocurrencia, cada cual se permite decir abiertamente qué piensa del ausente, y curiosamente todo lo que se dice lo ensombrece; el sujeto en cuestión no sabe bien a bien qué afirman, qué de sus acciones consideran francamente inaceptables.
Sin vida, es decir ya fallecido el viboreado, la gente se envalentona para exponer con todas sus letras la semblanza oculta.
Empiezan su justificación mostrando profundos sentimientos jamás expresados o torpemente transmitidos hacia el acusado, y, con carácter, con persuasión flamígera, toman aire para señalar la suma de incongruencias y errores cometidos por el delatado; es más, se permiten un colofón duro e inesperado: “Analizándolo bien… no fue más que un pendejo”.
Tanto anhelo de los progenitores del ahora calumniado; cuánto tiempo para erigir la identidad del señalado; qué hazañas cumplidas por el denostado; qué viva mirada, amorosa y contrita del ultrajado; quién podrá negar el puente humanitario del que terminó envilecido; cómo omitir la forma singular de regalar ternura del mancillado; a dónde, a dónde quedarán las buenas obras del hoy vilipendiado…
Años lleva ser el que se es para que así nada más, los biógrafos improvisados, los jueces severos, tracen la vida entera de alguien con un corte de bisturí (verbal), veloz y punzante: “No fue más que un pendejo”. Así de cruel concluye la semblanza oculta.
Cómo tirar al relleno sanitario las acciones todas de alguien, sin apenas clasificarlas. Quién puede atreverse a tanto. Quién entonces asumirá piedad, consuelo y silencio para el que tiene la boca sellada, la no presencia física y las imposibilidades para ser irrebatible defensor de sí mismo. Los muertos no pueden escudarse de deshonras y ficciones. Carecen, además, de recursos legales.
Es aquí donde los entrañables del ausente (familiares, amigos, disclípulos, admiradores, biógrafos autorizados, hagiógrafos, piadosos e ingenuos), se permiten ilar descripciones físicas y morales, biográficas, en torno a la vida del ahora fallecido; todas favorables.
Esto es, confeccionan una semblanza pública: esa que sí es decible, enunciable, de aceptación fraterna. En ella, caben todas las verdades que fueron palpables, testimoniales, genuinas, reunión de bondad.
La semblanza pública arropa verdades que tienen el brillo propio de lo creíble y humanamente deseable, le pese a quien le pese; a la par, es muy amiga de la piedad y la ingenuidad exageradas, lo que eclipsa y hace inverosímil todo lo que de cierto tuvo el extinto.
La semblanza oculta es burlona, hiriente, le place tiznar el aura del que ausente está. Escupe, por ejemplo: “Cuando la mula es mula, aunque la carguen de santos”.
La semblanza pública tiende a defender al ausente, sin ni siquiera proponérselo. En su inmenso recogimiento, conmueve porque quien habla es el mismísimo amor, la fe en que en este mundo hay más gente buena que mala.
La vida humana pretende ser velada pero no está vedada para los demás, no puede estarlo.
Respecto de afirmaciones arriesgadas hacia el que físicamente está ausente o ya no vive, hay una verdad que sí es irrefutable: Duele más el pellejo que la camisa. Muy cierto, y aún con todo, hay familiares, amigos, discípulos, admiradores y biógrafos que sí consiguen equilibrio en sus juicios. Toman voz de la semblanza pública y de la semblanza oculta; con el impulso de las dos tienen el valor de mirar de frente al que ya no está entre los vivos, cuentan con arrojo suficiente para saber ver la miel del alma y las verrugas del espíritu del que ya no se puede defender. Se enfocan seriamente en el auténtico yo.
No hay escape: Mostrarse u ocultarse sucede ahí cuando nos empiezan a espiar mediante los ultrasonidos. Ulterior al nacimiento, imposible esconderse. Asomarse y fingir desaparecer es el juego que nos viene de la infancia, pero es imposible escapar a la mirada del otro. No somos dueños de los hechos de nuestra vida.
La existencia humana es exhibida de forma inacabable. El aplomo de asumir esta desgracia en sociedad es el equilibrio entre la semblanza pública y la oculta, sin ego hinchado ni cargas de ingenuidad.
“Me avergoncé de mí mismo cuando me di cuenta que la vida era una fiesta de disfraces; y yo asistí con mi rostro real”, dijo el despistado.