Lo circular del circo

Lo circular del circo

¡Ay ojón!

Alberto Aguilar.

En el siglo pasado, y en el anterior, y más allá en el antiguo Egipto y más acá en nuestros tiempos, quedaron para la memoria de quien lo vivió la presencia fascinante de animales en desfiles y espectáculos de redondel de circo: aves multicolores, asnos salvajes, leones, camellos, jirafas, rinocerontes, panteras, leopardos, elefantes, antílopes, chimpancés, elefantes…

El Partido Verde Ecologista de México y su estúpida propuesta de circo sin animales puso de patitas en la calle —la del olvido y la miseria intensa—, a cientos de ellos que sí sufrieron agresión física y psicológica y extinción después de tan inhumana modificación a la Ley General de Vida Silvestre. Descalificaron múltiples consideraciones.

Resultado, hay circos sin animales y Partido Verde sin vergüenza, en curules, con representantes agrestes, ásperos e incultos con la impune satisfacción de su empresario circense pantomimo simiesco Jorge González Torres.

El circo en México perdió toda posibilidad de acompañamiento y adiestramiento animal. En reflejo del declive oportunista, El Partido Verde Ecologista de México y todos los partidos políticos existentes perdieron estructura democrática, famélica credibilidad y, de cada uno, hay un empresario del poder que a la vez es director de pista y dueño absoluto, con nombre y apellido identificables.

Los juegos circenses de Oriente y Occidente, atravesando malezas de siglos que a nadie le importa, deja como sobrevivencia dignísima los espectáculos de circo en provincias, ruta itinerante que con una sola pista, y gratis, y en horario accesible, ahora se ofrece en vacaciones de verano 2024 para los capitalinos tlaxcaltecas en el parque conocido como de la juventud.

Para que no sea tema las limitaciones del horario “porque me deja la combi”, las funciones son a la una y cuatro de la tarde. Sábados y domingos a las once, una y cuatro de la tarde. Gratis.

–Señor cronista, pregunta Jorge Lezama y el Jefe de Redacción de Pincel de Luz que en qué párrafo inicia de verdad su crónica.

–En cuanto me permitan sobre el teclado dar Enter, entrada.

–Empiece ya en la siguiente línea, tlaxcalterco infalible.

El Parque de la Juventud de Tlaxcala impone en lo alto la punta de una carpa de circo lo mismo que, en juventud de prendas, luce la bella dama al hacer enhiesta la blusa con el par de pezones en alerta, apenas endurecidos, directos hacia el pecho de quien se le ponga enfrente.

La carpa de circo en lo alto, sabemos, es la metáfora del granoso muchacho que a propósito de nada la torre de su carne levanta la carpa del calzón cada amanecer, muchas veces muchas. Privilegio invaluable.

Si junta usted lo visual de la carpa en ese parque y lo sonoro hermoso en tres palabras: Francisco Atayde Hermanos, es suficiente para provocar una sonrisa y hacer renacer —adentro del circo, junto con la familia, con un entrañable, con todos los asistentes o con la mejor compañía que viene siendo uno mismo—, otros tres vocablos ya inusuales en la vida cotidiana tlaxcalteca: asombro, ilusión, felicidad.

Orlando Valentino es el empresario anfitrión que de buena fe me permite el acceso dos horas antes de la función del medio día al Circo Espectacular Atayde Hermanos García.

Me concede carta blanca para convivir con mis pares en libertad total. Me cohíbe tan amplia distinción. Mis pares entendido como mis semejantes en aspiraciones artísticas, realizables en ellos en su estela de payasos, malabaristas, acróbatas, equilibristas, gimnastas, músicos, bailarines en el centro de la pista; realizables también para mí, obvio, únicamente en el goce de mi imaginación infantil y adulta.

Entro al circo vacío de público y me siento totalmente en casa.

Saludo a lo lejos a tres jóvenes que en luneta y gradas mezclan entre ellos risas, faltas de respeto inofensivas y movimientos apáticos con escoba en mano. Mi presencia no les impone. Hacen lo suyo.

Me acerco a uno de ellos. Dice llamarse César. Es bajito y simpático. Con un pie hacia adentro a la hora de caminar, con una gracia corporal para él inadvertida. Fue admitido hace apenas cuatro meses en las idas y venidas del circo y del destino. Ayuda en todo lo humanamente posible y participa en las funciones con vestimenta de payaso. Tiene condición dócil, ajena a cóleras idiotas.

Entre las sillas desmontables, paso de luneta a preferente. Es visible que a quien tengo enfrente posee el mando de los muchachos. Es un hombre de recia edad. Intento saludarlo de mano y me anticipa: “Llámame Lucha”. Lucha tiene remanentes de rigidez en el rostro y en el habla. Su vestimenta está hecha para no importarle a nadie. No es de perfil bajo; es de fantasma. Cabello unido con forma de cola antes del término de las puntas (¡No se nos ocurra decir cola de caballo porque aquí estarán los del Partido Verde con sus restricciones farsantes!). Tonos negros y grises en la ropa, de muchos años de uso desgastados y en la cintura, muy fija, un bolso con correa ajustable y cinco cierres escalonados (No vayan a pronunciar “cangurera” porque viene el Niño Verde a buscar canguros maltratados).

Lucha está para formar y apresurar a esos jóvenes que inseguros cortejan la limpieza.

–¡Me vale un kilómetro de verga! Apresúrate a limpiar bien o ahorita mismo te corren.

A saber si en ese kilómetro se aclaren los varios significados de su palabra malsonante, pero lo cierto es que nadie se ofende ni se espanta ni investiga terminologías filológicas. Sigue la dinámica de lo pulcro aparente.

Me acerco entonces a los palcos VIP, sabedor de que nadie de los hacendosos se hace sentir especial o importante. Una espiga de muchacho, con rizos resueltos, de escasos dieciocho años es el apresurado en esa zona. Me quito el suéter para no acalorarme ni asfixiar prudencia alguna, le ayudo en silencio a desdoblar sillas y sillas. Casi al término, aprovecho para hacer un mínimo interrogatorio.

–Ya acomodé sillas, ¿me enseñas a colocar las fundas?

–Es fácil, mira, esta parte es la del respaldo.

–Qué haces en el espectáculo.

–Participo en las telas aéreas.

–Órale, mis respetos. Qué admirables son las acrobacias en telas suspendidas desde lo alto.

–Maso.

–Y, ¿como cuántas sillas habrá en total para esta función?

–¡Un verguero!

–Ah, suficiente.

Del lado izquierdo de la salida de artistas, casi anónimo, el aséptico de las gradas ahora está en el control de audio. Es alto y blanco. Tiene ambas orejas perforadas e impone en el lugar horadado un punto negro. Frente amplia, boca ancha, de virilidad naciente. Se aprecia líder, fumador.

A este punto el calor se siente de invernadero. Limpias las butacas y las tablas donde se pisa. Viene un remanso. En orden dado por ellos mismos, mentalmente conectados, cada cual se sienta donde le place para disfrutar de imágenes que nacen no de las luces de la pista, hartas veces vista, sino del celular que cada cual tiene en la mano.

Uno ve videos divertidos; otro desliza el dedo sobre la pantalla de su dispositivo para enterarse de todo y de nada y va de Instagram a FaceBook y a la página de Google; otro hace vibrar las manos y enfrenta desafíos de Free Fire, Call of Duty, Brawls Stars. Y hay otro, que hace el oficio de payaso en el espectáculo, que en cumplimiento de su higiene personal decide ir a la esquina derecha de las gradas y debajo de ellas se regala un baño de alegre jicarazo.

Como para mí la pista del circo no deja de ser la reunión del ensueño (además de que detesto lo presente simultáneo, y evito la aglomeración de imágenes, acontecimientos e informaciones que hacen imposible cualquier demora contemplativa), me dedico entonces a la delectación, en zona VIP, a un metro de la pista. Así, sin límite de tiempo.

El péndulo fantástico, aún inmóvil a la derecha; las torres de fierro bien cimentadas sobre el piso de cemento (que en realidad es el espacio de una cancha de básquet); la vaya protectora en semicírculo; el tablado de madera bien puesto para sostener el proceder de los artistas; las luces todas en fabuloso parpadeo.

Faltan sólo cuarenta minutos para que empiece la función y en la pista un jovencísimo malabarista, en playera y pantalón deportivo, practica sus audacias cada vez con mayor exigencia y precisión. Ojos y manos y tacto precisos con los aros, las clavas o mazas, los sombreros de manipulación, las bolas. Al término de cada rutina, agradece con sutil reverencia el aplauso imaginable de su público. Suda cuantiosamente. Tiene fascinación fascinante al hacer espirales corporales que desisten cualquier rigidez.

Ahora estoy atrás de la cortina que da paso a la pista del circo. Es la continuación de la no petulancia, sí de lo necesario. Un improvisado camerino a la izquierda y otro a la derecha, protegido con paredes de plástico y en medio un foco de luz de LED, fría y suficiente para que se maquillen los payasos y luego cedan paso y espacio a las bailarinas. Cada cual tiene su propio estuche y maletín de maquillaje, espejo de mano, vestuario al alcance y maneras sinceras de no joder al prójimo.

Entre un camerino y otro el espacio es sombrío y no tanto: se impone la luz de tres celulares y frente a cada pantalla el rostro divinamente infantil de dos niños que, me entero después, tienen la estirpe de los Atayde y con ello toda la genética circense. Participarán del espectáculo, por supuesto; mientras, gozan de libertad y atienden combates y retos ignotos y simples con videojuegos adictivos: Clash of Clans, Among Us, Roblox, Minecraft, Candy Crush.

Y de pronto, mi corazón empieza su acelere. La identidad sonora del circo con el tema Galypette, quizá de Czech Jazz Symphonic Orchestra, qué importa, empieza justo a la una en punto de la tarde. Corro hacia los palcos VIP y es el suéter que dejé en la silla lo que hizo que respetaran mi lugar y mi diversión gratuita con el engrandecimiento notorio de mis ojos.

En segundos, el niño luminoso que fui va soltando con su manita la diamantina prístina con la que nací —que eso ha de ser la esencia—, y me baña de ella en todo el cuerpo, y la memoria y la nostalgia y la dicha de aquellos años maravillosos renacen con más fuerza. Vuelvo a vestir de pantalón corto, corte de cabello a la brush, zapatos desgastados, dientes cariados, sonrisa fácil en gozosa felicidad de mi libertad y amplísimo albedrío por asistir a la función del circo.

La voz eterna, única, identificable, del Director de Pista del Circo Atayde Hermanos vuelve a mis oídos con el show espectacular de Francisco Atayde García. Ese es el atributo del circo, su genuina convocatoria de la fantasía, la no aceptación de que hemos perdido nuestra mejor esencia que nos viene de lo divino de haber nacido. Es lo circular del circo, volver al origen, a las razones profundas de la existencia humana.

Y qué tal, una lección de humildísima humanidad, de familia unida por el arte. Los que sin ínfulas de vedet hicieron limpieza y no exigen camerino individual, y apresurados se asearon y embellecieron, y son capaces de que juntos levantan el toldo desmontable en un sólo día, ¡son los mismos que ahora están en la pista del circo en plenitud de facultades artísticas totalmente envidiables! Posponen la arrogancia y el ego.

Si no están en la pista, ya se les ve entre el público vendiendo algodones de azúcar, espadas luminosas, diademas con orejas de conejo, palomitas, bolas de luz multicolor, narices de payaso, huevos rellenos con papelitos minúsculos de varios colores.

Dejo para los amargos si la empresa circense es redituable o no en nuestros días. Los días nuestros requieren de fe en el porvenir, de empeño en seguir una tradición familiar circense que va más allá de ir reuniendo animales de todas partes del mundo en su misterioso trayecto trashumante.

Al término de la función y con el vacío en las butacas y en la pista y la aparentemente inactividad en la vida del artista, pude ver a Orlando Valentino, atento de dos niños Atayde, corrigiendo movimientos y robusteciendo la disciplina ya sea sobre la cuerda o con rutinas de malabares inicialmente magistrales en la destreza de las manos.

El circo es la metáfora de la vida. Antes fue telepatía, pulsadas, ciclismo, antipodismo, acto de caballos y de icaros, que no de sicarios y cri crí y chichiflín en la nariz para hacer la vida más llevadera.

Fue la travesura de Aurelio y Manuel, niños de ocho y diez años, que en precoz cumplimiento de las corazonadas de su vocación, optando por el trapecio, salieron de Zacatecas para emprender gira con una compañía de maroma: eran los inicios de la actividad circense mexicana.

Al tiempo, el padre de esos niños, don Francisco Atayde, no sólo rescató a los infantes sino que aceptó la ruta del destino incorporando a toda su familia a la actividad del circo más memorable de todos los tiempos.

¡Larga vida al Circo Atayde Hermanos! Circo tradicional de México con casi 150 años de presencia artística en toda Latinoamérica y especialmente en un parque de Tlaxcalita la bella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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