¡La plaza es mía! ¡La plaza es mía!

¡La plaza es mía! ¡La plaza es mía!

SEGUNDA DE DOS PARTES

 

¡Ay ojón!

 

Alberto Aguilar.

 

La Plaza de la Constitución de Tlaxcala ondula su piso al paso lento de la apretada muchedumbre.

Cientos y cientos de tlaxcaltecas, visitantes y turistas de países lejanísimos van ocupando espacio y lo hacen despacio y dejan un saldo espacial cada vez menos espacioso.

“¡Es el 15 de Septiembre, carajo!: mes de la Patria, mes de orgullo nacional, de borracheras de tres días seguidos, seguidos de una resaca que parecen diez”.

Tlaxcalita está de permisible y hoy se cantará y beberá, se fumará y gritará, se empujará pero despacito, se domesticarán frustraciones de ciudadano de a pie para dar cielo y miradas y oído muy amplio a todo lo que se tiene preparado.

Hoy están en hermandad una porción valiosa de mexicanos, unidos y muy unidos vía olores, miradas cordiales, roces cuerpo a cuerpo, brindis de cerca y a lo lejos, todos animosamente congregados.

El zócalo de la capital tlaxcalteca y su periferia han parido hijos de luz muy potentes. Colgados como simios de postes y balcones. Untados a los edificios como sacabuches. Aéreos cual arañas joro y selenopidae —voladoras para que me explique—, en su especie de drones. Fijos en el piso con estructura y mecánica luminosa venida de lo más sofisticado de Francia.

Acompañan esta celebración fúlgida gente de toda escala de edades, y avanzan, poco a poco, a través de las cuatro arterias de la Plaza de la Constitución con su obligado filtro de seguridad. Arcos detectores les llaman. En Tlaxcala es protocolo sin novedad. Se endurecen los rostros al sentir que el cuerpo entero es enmarcado para revisión, pero es un trance de chocolate, es decir, casi un juego venial, mero requisito. Y qué bueno que todos tienen acceso porque las malas intenciones están en la cabeza, en el instinto no sabido, en la casi invisible existencia de las uñas sanas de esmalte natural y esa su habilidad en el momento sutil del zarpazo.

El portal chico se achicó y al portal grande se le bajaron los humos de grandeza al reventar su área con tanta gente alborotada.

Para el hambre de muchos, la mirada se fue directo hacia abajo al ver cómo los comensales disfrutaban, al aire libre, su platillo mexicano; y los ojos se fueron más abajo, directo al piso, pues los paseantes eran sabedores de que portaban pocas monedas, apenas para unos cigarros sueltos y una cerveza de lata del OXXO.

Muchos tlaxcaltecas, con hambre evidente, de ningún modo se movieron del lugar estratégico en el que cada año el gobierno les da su taco gratis. De la esquina donde las oficinas de Correos de México a la otra esquina del Tribunal Superior de Justicia, la gente ya estaba sentada a ras de banqueta frente a esa calle.

Eran apenas las nueve cuarenta y seis de la noche y la mirada toda de los candidatos a recibir gratuitamente tamales, café, chalupas, tacos de canasta, tacos dorados, ignoraba completamente las voces y las luces y la gente caminante: focalizaban su atención en esa reunión de mesas con mantel blanco: le cena patria haría el milagro para el pueblo y daría, hasta vaciar canastas y ollas, toda la comida existente.

Que aquél que tenga hambre y sed de justicia sea saciado. Es la transformación en su cuarta potencia. Es la nueva historia. Es el hambre canija la que hace que familias enteras, inmediatamente después de terminado el Grito de Independencia, se lance cual guepardo a recibir su alimento tradicional mexicano. Les es legítimo recibir el nutrimento que les envía Lorena, la gobernadora. Y les será legal formarse una y otra vez esa misma noche, porque “uno como sea, pero mi itacate se lo llevo a mis mugrositos”. El que se ofenda que compre y que gaste, al fin que entre la multitud de gente mirona y fijada, ni modo que uno se ande preocupando por los ríos de murmuraciones que a diario lustran Tlaxcala.

El reloj marca ya las 11 de la noche. Los versos decimonónicos salen desgarradores desde un balcón de Palacio de Gobierno.

–¡México, creo en ti! Si yo conozco el cielo es por tu cielo. Si yo conozco el dolor es por tus lágrimas que están en mí, aprendiendo a ser lloradas.

El pueblo escucha y no, porque ya se sabe que la deseducación colectiva por años enseñada es que ya sea un espectáculo artístico o la enseñanza en el aula, es costumbre hablar e interrumpir sin sentir el daño culposo que esto causa.

–Oye carnala, ese del abrigo gris creo que lo conozco. ¿No es el que vendía agua en garrafones en nuestra colonia? Se ve bien cachetón…

–Creo que sí. Sí, es él. La verdad me gustaba, pero ya ves, así todo gordo como que ya no se me antoja. Yo soy una damita. Ay sí ¿no?

Las pantallas de LED proyectan con resuelta imagen el inicial desfile de banderas. La voz del maestro de ceremonias del gobierno de Tlaxcala, Jesús Aguilar, luce claridad en su enunciación. Impone silencio, compostura, solemnidad.

–En estos momentos damos inicio al desfile de estandartes y banderas de México. Un símbolo de luchas de libertad, justicia y nacionalidad, que junto a su escudo y colores representan el origen, principio, valor y lucha de los mexicanos. En suma, la representación de la Patria.

Las banderas estiradas avanzan hacia Palacio de Gobierno. Hay seriedad en el acto. Alrededor, unos miran muy atentos; otros, mantienen la mano derecha extendida a nivel del pecho, cerquita del corazón, en saludo civil a la bandera; y otros, reparten sonrisas y saludos de mano porque, “caray, cómo es la vida, tanta gente y nos venimos a encontrar aquí; qué cagado”.

El Presidente Municipal de Tlaxcala, Alfonso Sánchez García, luce esbelto y concentrado. Venció afirmaciones mal intencionadas de que se iba a equivocar al hablar, al caminar, al saludar al lábaro patrio.

–Habló parejito el canijo. Ningún resbalón.

–Se podrá equivocar al gobernar, pero eso es cosa menor. Importa ahorita el acto protocolario.

–Se parece harto a su papá, el exgobernador taxidermista.

–Zootecnista. Si serás soquete.

La tradicional quema de juegos pirotécnicos inició sin pausas ni timideces.

Antes, la gobernadora Lorena Cuéllar Cisneros dio el Grito y constató la aceptación del pueblo, sellado con un incesante coro adulador de los representantes del Poder Legislativo, Judicial, Municipal, Zona Militar y su gabinete renovado: ¡Gooobernadora! ¡Gooobernadora! ¡Gooobernadora!

Son apenas las 11:34 de la noche. Los juegos pirotécnicos no terminaban de brillar en el cielo cuando empezó la provocación fascinante del mariachi, en vivo, dieciséis integrantes, un baterista, un tecladista, bailarines de danza folklórica y la voz, la voz señoras y señores de la máxima exponente de la música vernácula en México. ¡Con ustedes, la señora Aída Cuevas!

Entre el portal grande y el portal chico, en primera fila, en pie, pudimos ver la enorme pantalla, los músicos profesionales en alta tarima y una mujer en específico que vestida de impecable traje de charro y sombrero —que vaya uno a saber si era de pelo de becerro o de conejo—, con micrófono dorado, inauguraba un nuevo estrépito de aplausos y de entusiasmo.

A mi lado izquierdo, un par de enamorados pegados cuerpo a cuerpo, como el musgo a la piedra. A mi lado derecho, toda una revelación: una señora tlaxcalteca de sesenta años, protegida por atrás por su hija de cuarenta. El mismo rostro, el mismo rictus, la misma dentadura, el mismo sentimiento romántico. Abrazadas cual hermanas siamesas con esa unión que da saberse amadas y puestas otra vez a amarse a sí mismas, con más fiesta por la vida que bilis amarga de desolación.

–Sí señoooorrr. ¡Viva México y viva Tlaxcala, sí señor! Cómo de que no. Buenas noches. Cómo anda ese ánimooo.

A estas tempranas horas de la noche ya andaba una señora bañada en histeria. Se le había soltado su niña de la mano. “¡Cabresta chamaca, si aquí la tenía yo, aquí!” Mientras intenta llegar al equipo de audio para hacer pública su súplica de búsqueda, la cantante Aída Cuevas está con su voz buscando y encontrando el Séptimo Amor, tema de su maestro, amigo, mentor, psicólogo y compadre Alberto Aguilera Valadez.

“Yo busco un amor / grande y verdadero / para siempre / que no me diga / adiós. / ¿Dónde estará mi amor? / ¿Qué estará él haciendo sin mí? / ¿Dónde estará mi amor? / Sé que necesita alguien como yo. / ¿Dónde estará mi amor?”

Los celulares puestos en alto para llevarse el recuerdo de la foto y el video de tan bello espectáculo. Se atestigua la satisfacción colectiva de tener a la señorona Aída Cuevas y su limpia y cuidada voz —hecha de clases de canto con maestro particular permanente—, doctorada con la admiración pública de su confidente, el eterno Juan Gabriel. “Qué buena suerte y qué divino, volver a verte, y estar contigo”.

–Juanga le pidió matrimonio hasta tres veces. Y tú, mi amor, para cuándo.

–49 años de carrera y mira qué bien se conserva.

–Hazte menso. ¡Decídete que yo no me voy a poder conservar 49 años esperándote!

El regalo de la noche hecho carne y canto: Valeria Cuevas, hija de la cantante, cubierta con un elegante vestido azul, con figuras entrañables de talavera y además zafiro azul sin impurezas luciendo en su pecho. Su canto, de primer nivel, sin rebabas o descuidos vocales, y si los hubo totalmente imperceptibles como su tatuaje discreto en cada brazo.

Dos horas de concierto y ya los cautivos levantaban disimuladamente la pierna izquierda, la derecha, pero firmes en seguir la ruta del concierto hasta sus últimas notas musicales.

Vino el bailongo, la dispersión de la multitud en los puntos de reunión acordados, ya sea para seguir la fiesta patria o para retirarse porque hay que llegar a casa a seguir bebiendo o a cenar, pues el pozole hecho en el hogar es el más rico de todos, verdad de Dios.

El zócalo de la capital tlaxcalteca vuelve a recobrar su propia respiración. Los árboles se engentaron, es cierto, mas ahora regalan oxígeno renovado.

Son las tres cuarenta y dos de la mañana del lunes y está claro que el paso del humano en la Plaza de la Constitución dejó huella: basura y más basura por doquier. Botellas que contenían alcohol, contenedores de unicel que guardaron alimento, latas de cerveza vacías y, sobre las fuentes, vasos michelados todavía con cerveza, envases de vodka o bebidas conocidas como “azulitos” tiradas en el piso.

En pequeños grupos, jóvenes de mediano entusiasmo entorpecidos por el alcohol y algunos sobrios observando la naciente quietud, el saldo que deja una fiesta tan profusa y plural como pocas.

Palacio de Gobierno vuelve a adquirir la vestimenta de días anteriores. El satín brilloso en color verde, blanco y rojo, con escudo nacional al centro, es colocado de vuelta pero ahora con más maña y rapidez.

–Esta bandera pudo tener el Récord Guinness, pero nos faltaron más metros de alto. El edificio no lo da, y tampoco íbamos a hacer trampa.

–El pueblo no lo sabe, pero en su elaboración participaron artesanos de Tlaxcala. Es un total orgullo.

–El vinil impreso del escudo fue una osadía. Quedó bellísimo. La bandera tiene 128 metros de largo por nueve y medio de alto.

–Con esto ni modo que sigan diciendo que Tlaxcala no existe. Ya sería mucha necedad, o ignorancia.

Los trabajadores están ya en las cornisas de Palacio de Gobierno. Caminan al borde desde lo alto. ¡Qué Tom Cruise ni qué nada! Con valor mexicano y ganas de irse a su casa, desmantelan los motivos patrios para que al volver a instalar la bandera no se rasgue ni se doble ni se arrugue. Y así, la bandera nacional se ve hecha como de cabello lacio, alto y caído con sutil suavidad, mientras la grúa cesta va elevando la tela a fin de que pueda adquirir la totalidad de un cuerpo firme y definido.

Las conversaciones en el zócalo ahora sí son audibles. El reloj del Tribunal Superior de Justicia marca las cinco de la mañana.

–Mucha fiesta patria pero a ver, compadre, qué me dices de todo lo que está sucediendo en Sinaloa.

–Y lo del Poder Judicial, está de locos. Que si de locuras se trata, pues ya te voy proponiendo para Ministro. Cómo la ves mi Payito.

–¡Ay mi México lindo y querido! Mejor vamos a tragar calabaza.

–Ya tómale así de a pico, se me perdieron los vasos. Dale que vas atrasado.

–Ora, aguanta.

–Si no tomas no eres mexicano, disfruta los 214 años de Independencia aunque al rato tu mujer te los quite.

–Aprovecha mi Jezreel, Juez, Jerez, Gesticulador ¡y que el mundo ruede!

Cerca de una fuente grafiteada, un señor muy aseñorado arrastra un costal lleno de porquerías. Su olor a calle y sudor y olvido rima acorde con su aspecto iracundo, barbado, greñudo, de costrosa piel. La mirada es apocalíptica. La afirmación es de una película de cine italiano: “¡La plaza es mía!” “¡La plaza es mía!”

La ceremonia por el CCXIV Aniversario de la Independencia de México, en el zócalo de Tlaxcala, tuvo la ausencia de la mucha lluvia, de la ley seca, del pesimismo, de la violencia, del “no” que tanto nos dijeron allá cuando fuimos niños.

 

 

 

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