Alberto Aguilar
Sangre de tu sangre, sangre de mi sangre, sangre caliente de toro hermoso y fiero, sangre silente –ajena de eufórica diversión–, escurre callada en cierta esquina tiñosa, deslavada, allá en la periferia de la plaza de toros.
El majestuoso cuadrúpedo suelta en el ruedo breves entregas de orín, de espesa baba aletargada, de molesta sosería, también de sangre viva viva ulterior al puyazo, a las banderillas, a la espada, al descabello, hecho de manera impecable o torpísima por la mano del hombre.
Después de los aplausos y los pañuelos, del arrastre lento o del escupitajo del torero, el cuerpo del astado avanza sin el uso de sus remos, de costado, hacia la puerta del olvido y el destajadero: el linaje puesto sobre el suelo: el filo del hacha en medio del cuerpo.
La frase común “quiero ver de qué estás hecho” se cumple cabal en el despliegue de la faena y de manera aún más descarnada en el matadero.
Descuartizar al burel es un proceso de ejecución harto sabida por aquellos que empapan sus manos de sangre y la frente de sudor en el momento aquel de cercenar, de desunir un cuerpo de media tonelada, colgado ahora entre la vendimia y la mirada displicente de unos niños.
El pelaje del toro es lentamente desprendido de su carne con movimientos suaves, precisos, de disimulado oleaje. El cuchillo es fino en el filo. La fuerza del animal se ha ido para siempre; queda la bravura a ras de suelo, entre espejos de agua y sangre; la cabeza a nivel de piso: pastan mosqueríos insaciables. En los cuernos hay una forma de imploración que cala en las sienes.
Piel adentro, el toro revela huesos y músculos, inadvertidas expresiones plásticas de ocultísima montura; no es imposible la regresión de lo ocurrido: tensiones y ahogos en el momento en que la muerte impuso su sinfonía siniestra al cortar con batuta incisiva la sensibilidad del sistema nervioso.
Tamaño, peso, estatura, conformación del leño, de las extremidades, de la cabeza y el cuello, de la cornamenta y el tipo de piel, pelo y capa… importa poco, importa nada en el espacio acre del matadero, y sin embargo importa mucho para el espectador que descubre el paso de la gloria en el ruedo al paso sangriento del destrozo de un toro que hace minutos fue la ovación y el respeto, la majestad y el empoderamiento.
La muerte se devuelve espectadora en el ruedo y en el matadero. La sangre se deshace y se desteje. Grita el silencio.